El mundo roto. Tres epistolarios románticos, Lord Byron, John Keats, Mary & Percy Shelley
Cartas de amor y muerte
No creo que haya mucha duda de que leer su correspondencia sea una de las opciones más adecuadas que tenemos para acercarnos a los grandes autores, de poderlos conocer de una manera más directa y, sobre todo, más auténtica. Me refiero, claro, a autores de otros tiempos, que no debían prever que sus cartas fueran publicadas nunca. En lo más recientes, que ya lo podían prever, esta autenticidad hay que ponerla, al menos, entre paréntesis.
Cuatro escritores “la manifestación preferida de los [cuales] será el amor” (p. 8). Un amor tan apasionado como devastador. Un amor que caracterizó no sólo su obra sino toda su existencia. Una existencia y un amor que los hizo como eran y les hizo escribir como escribieron.
No es pues, tanto, para vivir nuevas experiencias y poderlas escribir, sino, simplemente, para poder respirar: “Este sitio es un páramo miserable, una caótica ciénaga de villanía” (p. 30); “Lo único que me gusta de Inglaterra eres tu” (p. 37), le dice a su hermanastra Augusta Leigh.
Una necesidad de huir a la que, por supuesto, hay que añadir otros condicionantes personales que contribuyeron decisivamente. Como la incomodidad que le provocaba la vida social —“la soledad se adapta mejor a las inclinaciones de mi temperamento que cualquier clase de sociedad” (p. 34); “es el trato con el mundo el que ha endurecido mi corazón” (p. 35); “Aquí vivo a mi manera, y mi manera es la soledad” (p. 35); “Odio el ajetreo y estar rodeado de gente” (p. 57)— o la identificación i afinidad (electiva) que sentía por Italia: “la belleza [de Venecia], pese a que no pasa día sin que decaiga, puede llegar a ser perturbadora” (p. 83).
Por lo que al amor se refiere, destaca la pasión y la intensidad con que se dirige a su amada: “Teresa mía, ¿dónde estás?, aquí todo me recuerda a ti, todo es idéntico, pero yo estoy solo y tú ya no estés. Cuando dos se separan sufre menos quien se aleja que aquel que se queda. […] Veo las mismas caras, escucho los mismos tonos de voz, y no me atrevo a mirar hacia nuestro querido sofá, pues sé perfectamente que no te veré a ti sentada” (p. 104); “Te amo, las palabras capaces de expresar hasta qué punto y con qué intensidad todavía no se han acuñado, pero el tiempo hablará por mi y te demostrará hasta qué punto te has convertido en el motivo principal por el que respiro, y el único por el que moriría” (p. 119).
Porque, también para el autor de Hyperion el amor es el centro y la razón de su existencia: “paso todo cuanto ocurre […] por el filtro de nuestro amor” (p. 209); “Yo observo la vida exclusivamente por el ojo de la cerradura de tu amor” (p. 237).
Que hace lo que hace, que toma las decisiones que toma siempre en función de aquella a quien ama: “Estoy deseando retirarme a Winchester, entre otras cosas porque aquí todo me recuerda tu ausencia: los hombres, el paisaje, incluso los guijarros” (p. 211). Que, incluso cuando la tuberculosis lo situó entre la espada y la pared, cuando la enfermedad que había que acabar con él le hacía sufrir hasta límites insufribles, lo que sigue siendo más importante para él es Fanny, el amor de su vida: “¿Qué valor tendría mi salud si me obligara a renunciar a tu amor?” (p. 233).
Cuando leemos las que escribe, a los dieciséis y diecisiete años, la joven Mary al que acabaría convirtiéndose en su marido, no sabemos si nos ha de impresionar más su madurez, su dominio de la lengua o su claridad: “¿Cómo razonar y filosofar sobre el amor? […] si me pidieran una razón a favor de tu manera de amarme no encontraría ninguna” (p. 250); “creo […] en los amores perfectos, !incluso creo que pueden darse y encontrarse en este mundo¡” (p. 253).
Un dominio de la lengua y claridad que alcanza su cenit a veintidós cuatro años, cuando Percy muere ahogado y ella escribe, a varios corresponsales, unas cartas (páginas 292 hasta la 322), que, según mi modesto punto de vista —a pesar de que, “cuando se trata de crítica la mera opinión no constituye prueba alguna” (p. 32)— constituyen algunas de las más emotivas, intensas y conmovedoras de la literatura universal de todos los tiempos.
Digo, expresamente, “de la literatura”, y no “de los epistolarios” porque creo que son muy pocas las obras de creación literaria que pueden, no ya superarlas, sino igualarlas.
Tanto es así que, si el volumen no contara con motivos suficientes para ser leído (y releído), estas treinta páginas ya justificarían, con creces, que fuera recomendado a todos y todas las amantes de las bellas letras; a todos y todas los exploradores de la condición humana.
martes 3 de noviembre del mmxx
© Xavier Serrahima 2020
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